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“Chile se cae a pedazos” es una frase que la derecha radical ha convertido en grito de identidad. Funciona como consigna emocional, como código de pertenencia para quienes sienten que el país ha perdido el orden, la jerarquía y la disciplina que alguna vez existió.

Sin embargo, más allá de su uso ideológico, la frase tiene algo de verdad incómoda: Chile vive un proceso de disgregación institucional, social y moral que amenaza con disolver los fundamentos de su convivencia. No se trata de un colapso repentino ni de una crisis total, sino de una erosión silenciosa, extendida, que carcome las estructuras de legitimidad mientras el discurso público se reduce a gestos, banderas y consignas.

La decadencia no es uniforme: avanza a ritmos distintos en la educación, la infancia, la ética pública, la gobernabilidad y el sentido colectivo. Pero su resultado es uno solo. Es un país que ya no cree en sí mismo.

La educación como primera fisura

El primer síntoma es la crisis educativa, la más grave de todas porque compromete la base cultural del futuro. Chile fue durante décadas el ejemplo latinoamericano de apuesta por la educación, el país que creyó que el conocimiento podía ser el puente hacia el desarrollo. Hoy, esa convicción parece quebrada.

Los resultados de PISA 2022 lo muestran con precisión clínica: 412 puntos en matemática, 448 en lectura y 444 en ciencias, frente a los promedios OCDE de 472, 476 y 485. El país no solo está estancado; está quedando atrás de economías con ingresos semejantes o incluso inferiores. Grecia obtiene 430 en matemática, Rumania 428, Turquía 453, Polonia 489. En Chile, solo el 44 % de los estudiantes logra el nivel mínimo de competencia matemática —frente al 69 % en la OCDE— y apenas un 1 % alcanza niveles de excelencia.

Ni la masificación escolar ni las reformas curriculares han podido crear una cultura del aprendizaje exigente. En los barrios altos los resultados son mediocres; en los bajos, desesperanzadores. La meritocracia que alguna vez legitimó al modelo chileno se ha transformado en un simulacro pedagógico.

Habitualmente pensamos que nuestras grandes falencias están en los sectores desfavorecidos. Pero no es así. Los colegios de élite en Chile, que durante décadas lucieron con orgullo sus puntuaciones superiores, no solo no han escalado hacia el nivel de los colegios chinos de nivel medio, sino que en muchos casos han retrocedido. Los datos recientes del quintil socioeconómico más alto muestran una caída en matemáticas, de aproximadamente 485 puntos en 2012 a cerca de 460 en PISA 2022. Los colegios que se precian de construir a la elite nacional, entregan en realidad un probable universitario con capacidades limitadas. Esta sorprendente erosión indica que ni siquiera los estudiantes más favorecidos están escapando del estancamiento nacional.

Para que tengamos una idea, China exhibe puntajes promedio cercanos a los 590 en matemática y más de 550 en lectura, niveles que los mejores colegios chilenos no han podido alcanzar ni mantener. Ese descenso relativo reafirma que la ventaja histórica de las élites no es inmune al desgaste sistémico: pierden terreno frente al rigor educativo asiático, mientras se vacía la realidad frente al mito de excelencia sostenida.

El sistema educativo muestra también un deterioro en su continuidad. En 2023 más de 50 mil estudiantes abandonaron el sistema formal y en 2024, aunque hubo una leve mejora, la cifra sigue rondando los 47 mil. A ello se suma una inasistencia crónica que afecta a casi un tercio de la matrícula: 848.000 niños y jóvenes con menos del 85 % de asistencia.

La desescolarización se combina con el empobrecimiento cultural: los alumnos leen menos, los profesores rotan más, las aulas se saturan de pantallas, el ruido reemplaza al silencio y la atención se diluye en la economía del estímulo. La escuela ha dejado de ser un espacio de autoridad. En la naturalización del uso del teléfono móvil dentro de clase se cifra un gesto profundo: la rendición del mundo adulto frente al desorden infantil.

Chile ha pasado de educar a entretener y de formar a contener. Los niños no deben aburrirse, como si la entretención fuera un derecho humano, los adultos corren ante la mirada hosca del hijo aburrido. El Estado, que alguna vez creyó que gobernar era educar, hoy se limita a administrar la resignación.

La infancia abandonada y el crimen que avanza

La infancia, segunda grieta del edificio nacional, muestra un deterioro aún más inquietante. Tras más de quince años de diagnósticos reiterados sobre vulneración de derechos, el país sigue atrapado en el mismo bucle: informes, declaraciones, reformas inconclusas y miles de niños sin protección efectiva.

Las instituciones encargadas —SENAME, servicios locales, ministerios, juzgados— operan como archipiélagos burocráticos que no dialogan entre sí. En los barrios populares, los niños viven entre el hacinamiento, la violencia intrafamiliar y la ausencia del Estado. La educación inclusiva es un ideal retórico sin soporte material, y la integración escolar de menores vulnerables se convierte en un gesto de buena conciencia más que en una práctica transformadora.

La infancia chilena no se pierde por accidente: se la abandona sistemáticamente, y ese abandono se ha vuelto parte del paisaje.

En el Informe Anual 2024 de la Defensoría de la Niñez se menciona que durante ese año el organismo registró, en promedio, 429 ingresos diarios al sistema de protección de Mejor Niñez, mientras que las maternidades reportaron solo 371 nacimientos diarios. Es decir, más niños deben ser tratados por vulneración de derechos que los niños que están naciendo.

Pero los datos negativos sobre infancia son abrumadores en muchas dimensiones, como problemas de obesidad infantil, sedentarismo, epidemias de alteraciones psicológicas o psicopedagógicas, entre otras problemáticas.

Sobre ese terreno fértil en desprotección se expande el crimen organizado. Lo que durante décadas fue delincuencia fragmentaria hoy se ha convertido en un fenómeno estructural, con control territorial, financiamiento transnacional y capacidad simbólica para reemplazar al Estado en las periferias.

Según el Centro de Estudios y Análisis del Delito, en 2024 los menores de 18 años representaron el 4,6 % de los victimarios totales, pero el 23 % de quienes cometieron robos violentos y el 43 % de los involucrados en robos de vehículos. Las cifras reflejan una mutación social: la violencia ya no es marginal, es formativa.

Jóvenes sin proyecto, desvinculados del sistema educativo y sin redes familiares estables y sanas, encuentran en el crimen una estructura de pertenencia que el Estado dejó vacante. Las bandas ofrecen dinero, respeto, identidad y sentido de misión. En las zonas donde las instituciones públicas y religiosas perdieron valor, el narcotráfico y las redes criminales funcionan como orden moral alternativo. La sociedad chilena, que durante el siglo XX logró contener la violencia mediante cohesión cultural y movilidad social, ahora la naturaliza como dato de entorno.

La crisis ética y la política sin norte

A este cuadro de descomposición se suma una crisis ética y política que debilita la noción misma de lo público. El caso Monsalve, ligado a la manipulación de evidencias en la Operación Huracán, mostró que la tentación autoritaria sobrevive bajo formas institucionalizadas.

Los escándalos de financiamiento irregular, desde Penta y SQM hasta los casos de fundaciones y convenios regionales, confirmaron que la corrupción se ha vuelto transversal y sistémica. Las redes entre política y negocios se sostienen con una normalidad que ya no escandaliza, porque la expectativa de probidad se ha derrumbado.

Lo ético se ha vuelto negociable, y la política, una empresa de supervivencia. Las instituciones fiscalizadoras parecen fatigadas, atrapadas entre la presión mediática y la lógica partidaria. El Estado, sin ejemplo moral, pierde el derecho simbólico a exigirlo.

En este contexto, la llamada nueva izquierda, que llegó al poder con promesas de renovación, no ha logrado quebrar la inercia decadente. Más interesada en definirse a sí misma que en resolver los problemas que la rodean, ha convertido su identidad en su proyecto. Su obsesión por la autenticidad —ser “distintos” a la vieja política, hablar en su propio léxico, exhibir sensibilidad frente a causas morales— ha sustituido la acción transformadora por la autoafirmación simbólica. Es una izquierda más preocupada por parecer fiel a su origen que por gobernar con eficacia.

Así, mientras el país enfrenta crisis de seguridad, educación y ética pública, parte de su elite progresista ha preferido el refugio narcisista de la distinción moral sobre la áspera tarea de la gestión. La autenticidad se transformó en una coartada del fracaso. En lugar de articular un proyecto de Estado que recupere capacidad, la nueva izquierda se ha concentrado en delimitar su pureza, en marcar distancia con los otros, en preservar el gesto identitario incluso cuando ese gesto obstaculiza la solución de los problemas. La política chilena se ha vuelto así en un espejo donde la derecha radical grita catástrofe y la izquierda radical murmura autocomplacencia.

Resiliencia: las vigas ocultas de Chile

De este modo, el país se desintegra simultáneamente por arriba y por abajo. Por arriba, la corrupción, la descomposición ética y la estética del poder sin contenido. Por abajo, la pérdida de sentido educativo, la desprotección infantil y la expansión del crimen como orden alternativo.

Entre ambas dimensiones, la clase política —de todos los colores— ha optado por la retórica, como si nombrar los problemas equivaliera a resolverlos. El resultado es un vacío de proyecto nacional. Chile no carece de recursos, carece de dirección; no carece de instituciones, carece de fe en ellas.

Por eso la frase “Chile se cae a pedazos” ya no pertenece a la ultraderecha: describe un estado de ánimo colectivo, un país fatigado de promesas incumplidas, que ve deteriorarse su educación, su ética y su infancia sin encontrar liderazgo ni propósito. Sí, en muchos aspectos Chile se cae a pedazos. Pero en realidad Chile lucha ante esto y no está del todo doblegado. Y es que también es cierto que Chile ha demostrado resiliencia. Chile aún no ha caído del todo, aunque el sonido de las fisuras sea inconfundible. La modernidad que lo sostuvo se está agrietando. Una modernidad sin cultura de excelencia, sin autoridad legítima, sin horizonte de futuro. Lo que se derrumba no es solo un modelo económico o político, sino una forma de creer en el progreso.

La reconstrucción vendrá, si acaso, cuando el país acepte que el problema no es solo la corrupción de sus élites ni la violencia de sus márgenes, sino la pérdida del vínculo que las unía. Una presión de alto riesgo sitúa a Chile ante problemas y desafíos de gran tamaño.

Chile no se cae a pedazos, pero la salvación no está en que los problemas no sean suficientemente grandes, sino en el hecho de la capacidad histórica de Chile para movilizar sus recursos evitando así el colapso.

Chile no se cae a pedazos porque, a pesar de la erosión visible, aún conserva una arquitectura invisible de cohesión: una trama institucional, cultural y moral que resiste incluso cuando todo parece fracturarse.

El país ha construido, a lo largo de su historia republicana, una estructura de resiliencia que no depende del entusiasmo de sus gobiernos ni de la prosperidad de sus élites, sino de hábitos colectivos, de una ética civil aprendida en la dificultad. En Chile, las crisis nunca destruyen del todo; sólo exponen las grietas que ya estaban, y abren la posibilidad de repararlas.

1. Una fortaleza institucional relativa

El primer motivo de esa resistencia está en la fortaleza institucional relativa. Aunque la confianza ciudadana en las instituciones se ha deteriorado, la institucionalidad misma —sus leyes, su sistema judicial, su burocracia profesionalizada— sigue funcionando con grados de continuidad que, en comparación regional, son notables.

La Contraloría General de la República, los tribunales de justicia, el Banco Central, los organismos de control presupuestario y estadístico, e incluso los sistemas de admisión universitaria y licitaciones públicas, mantienen estándares de legalidad y transparencia que no se derrumban frente al escándalo. En otros países, una crisis de corrupción o un colapso educativo como el chileno habría arrasado con las instituciones básicas; en Chile, las instituciones resisten porque la cultura jurídica está más arraigada que la confianza política. La letra sobrevive al desencanto.

Una demostración particularmente elocuente de la resiliencia chilena se encuentra en los acontecimientos posteriores al estallido social de 2019. Aquel episodio, de una violencia simbólica y material pocas veces vista desde el retorno a la democracia, habría podido fracturar de manera definitiva el sistema político. Sin embargo, lo que ocurrió fue otra cosa: se reveló la fortaleza de las vigas institucionales del país.

Un evento tan disruptivo, que convenía abiertamente a todo un sector político y amenazaba con desbordar la legalidad, no logró derribar el edificio. Chile, como buen país sísmico, diseñó su estructura política para resistir liberaciones de energía inusuales. El estallido fue, en ese sentido, una prueba estructural. Las placas se movieron con violencia, pero la arquitectura no colapsó.

Hay que recordar que el estallido no surgió en el vacío. Fue la consecuencia acumulada de una larga cadena de errores y omisiones: la incapacidad del sistema político para procesar los conflictos de 2005 y 2006; los fracasos de políticas públicas emblemáticas como el Transantiago; las colusiones empresariales que golpearon la confianza social; y los casos de financiamiento ilegal que cruzaron transversalmente a todos los partidos.

Durante años, se había preferido no ver el carácter corrosivo del proceso político chileno, su debilitamiento moral e institucional. El estallido vino a confirmarlo. Y aunque hasta hoy hay quienes intentan reducirlo a un episodio de vandalismo o a una maniobra ideológica, esa lectura es una forma de negación: un intento de domesticar el trauma para volver a un mundo más cómodo. Lo cierto es que el país tomó en serio lo ocurrido.

Después del 2019, Chile no se disolvió: se organizó. Puso en marcha una salida institucional, en forma de proceso constitucional, que —aunque fracasó dos veces por errores políticos— constituyó una respuesta civilizada ante un estallido que en otras latitudes habría terminado en quiebra estatal o en represión militar.

La comparación internacional es reveladora: en el ciclo de movilizaciones de 2011 y 2019, que afectó a más de 120 países (55 en el primer ciclo y 68 en el segundo), Chile registró una de las tasas más altas de participación ciudadana en protestas, tanto en términos absolutos como relativos. Y sin embargo, mientras en muchos países esas movilizaciones derivaron en caídas de gobiernos, rupturas institucionales o guerras civiles latentes, en Chile las instituciones resistieron. Hubo crisis, sin duda; hubo desgaste, polarización y desconfianza, pero el Estado siguió funcionando, el orden jurídico se mantuvo, las inversiones no huyeron en masa, la democracia sobrevivió.

Esa capacidad de absorción del conflicto, de procesar un estallido social sin colapsar, raya con lo sorprendente. Lo que en otros contextos habría producido anarquía o autoritarismo, en Chile derivó en deliberación y reforma. Hubo una canalización jurídica del descontento, imperfecta y zigzagueante, pero real. Y esa es precisamente la señal de madurez institucional que distingue al país: su capacidad de atravesar la catástrofe sin destruir el edificio.

El costo fue alto, el sistema político sigue debilitado y la confianza social no se ha recuperado; pero el país siguió de pie. A pesar de todo, Chile sigue siendo Chile, un país sísmico, un territorio que cae, se sacude, se reordena y vuelve a pararse, impulsado por una obstinada tradición jurídica, una ética de trabajo y una sorprendente vocación de orden en medio del caos.

2. La capacidad técnica del Estado

El segundo elemento es la capacidad técnica del Estado. Incluso debilitado, Chile conserva cuadros profesionales y sistemas administrativos con niveles de competencia altos en comparación con su entorno. La gestión fiscal, el sistema estadístico, la administración electoral y los mecanismos de licitación pública siguen siendo funcionales, aun cuando no estamos siendo todo lo prolijos que se requiere para fortalecerlos y evitar su erosión.

Cuando se trata de ejecutar políticas complejas —como la vacunación masiva durante la pandemia, la respuesta ante desastres naturales o la reactivación económica posterior—, el Estado chileno demuestra una eficacia que desmiente la narrativa del colapso total. En Chile hay problemas de sentido, de visión, de coherencia; pero no una disolución de capacidades.

3. El sostén cultural

Pese al desencanto y a la fragmentación, subsiste una ética laica del esfuerzo que atraviesa clases sociales, regiones y generaciones. El país puede descreer de sus políticos, pero no ha perdido del todo su respeto por el trabajo, la educación y la institucionalidad. Esa cultura del deber —con todas sus rigideces— sigue siendo un anclaje frente a la disolución moral. La gente trabaja, estudia, cuida a sus hijos, busca estabilidad, aunque no crea en los discursos. Esa rutina civil, silenciosa y obstinada, es la que mantiene unido el tejido nacional.

4. La capacidad reflexiva del país

A diferencia de otros procesos de decadencia, en Chile todavía existe una conversación pública, académica y social que se pregunta por su destino. ¿Está en riesgo? Lo está, porque la vida universitaria se ha tornado fragmentaria, especializada e incluso políticamente sesgada.

Hay universidades de izquierda y de derecha. Y eso no está bien. Pero dentro de todo, persevera en parte un respeto a la perspectiva intelectual que, aunque debilitada, sigue vertebrando una mirada común.

5. La memoria de orden

Chile, incluso en su crisis, recuerda lo que fue capaz de construir. Su historia republicana —con décadas de estabilidad macroeconómica, expansión educativa y modernización institucional— le da un horizonte que otros países perdieron. Esa memoria funciona como contención simbólica: aun cuando la política se desborda, la sociedad recuerda que hay un modo posible de hacer las cosas bien. Ese recuerdo, aunque melancólico, es una forma de resistencia cultural.

Chile no se cae a pedazos

Por último, Chile no se cae a pedazos porque, a diferencia de otros países en crisis, todavía no ha renunciado a su autoexigencia. Puede haberse degradado su política, pero no se ha degradado del todo su aspiración de orden.

En el país subsiste una pulsión republicana (y me refiero al concepto de república de tradición europea, no al sentido que se le da en Estados Unidos) que está constituida por una fe casi burocrática en que las cosas deben funcionar. Y esa mirada impide que el derrumbe sea total. Incluso los que desconfían del Estado acuden a él; incluso los que insultan a la justicia esperan que falle; incluso los que critican a la educación pública exigen que mejore. Esa paradoja —el descreimiento acompañado de demanda— es la forma chilena de la esperanza: una fe que no se confiesa, pero que persiste.

Por eso, cuando algunos dicen que “Chile se cae a pedazos”, resulta ser que sí aciertan en el diagnóstico de los síntomas, pero se equivocan en el pronóstico. Chile no se cae porque aún hay estructura bajo el polvo: un Estado que funciona, una cultura que trabaja, una sociedad que exige y un sistema moral que, aunque agotado, no se ha rendido.

El país vive una crisis de dirección, no de existencia. Chile recibirá un récor de inversión en la próxima década. Será sorprendente. Sin embargo, los que piensan que con eso basta, se equivocan. Chile debe comprender que lo que vende al mundo no son los minerales, sino la institucionalidad que los cobija.

Muchos países tienen minerales de alto valor, pero esos países no han logrado surgir desde la pobreza originaria. Y no lo logran porque las instituciones producen la confianza y solidez que la turbulenta historia exige superar.

Chile no vende cobre, sino que vende las instituciones que lo hacen posible, estable y competitivo. Chile tiene una oportunidad en la producción de energía, que permitirá en quince años quedar con prácticamente toda la base del sistema sea energía renovable. Pero esa oportunidad, como tantas otras, deben ser afrontadas desde el punto de vista de construir una gobernanza que otorgue sentido y dirección al proceso. Tanto los vinos, las manzanas, los pescados y los minerales, son actores secundarios incluso en su propio protagonismo constante a la hora de haber vendidos cifras siderales. La verdad es que el actor principal (en términos de su impacto) es la gobernanza y la capacidad de articular una sociedad que busca salir de la intoxicación de desconfianza.

Fuente: https://www.biobiochile.cl/noticias/opinion/columnas-bbcl/2025/10/06/chile-se-cae-a-pedazos.shtml